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viernes, 1 de abril de 2011

El día que se inventó el Azuleste

Y llegó el día D y la hora H. La fina y tímida llovizna comenzó a las 6.34, cuando la ciudad aún se desperezaba, tan sólo 34 minutos más tarde de las previsiones de aquel extravagante experto. Los más escépticos, y a decir verdad, la práctica totalidad de los habitantes de la ciudad continuaron su vida normal.

Hacía más de una semana que Stephen Bhutia, experto meteorólogo a la vez que espiritista y pintor surrealista, había advertido a la población sobre la llegada de una nube tóxica provocada por el escape radiactivo al mar, como consecuencia del desastre nuclear en Japón.

«Las nubes están formadas por el agua que se evapora del mar. Si el agua del mar está contaminada, le ocurrirá lo mismo a la nube y, por consiguiente, a la lluvia que brote de ella. Habrá unas consecuencias irreparables», advertía el experto de origen hindú durante un debate televisado en la BBC, enfatizando las palabras «contaminada» e «irreparables» como si fuera un predicador.
 
«Pero oiga, ¿y por qué aquí?», logró decir un profesor universitario de química por la Universidad de Leicester, que padecía de asma y entre carcajada y carcajada apenas podía vocalizar.

«Qué mejor sitio para una nube que Londres», contestó Bhutia, encogiéndose de hombros. La carcajada volvió a ser generalizada en el plató y el asma del profesor de Leicester volvió a agudizarse, mientras, retorcido de risa apenas podía respirar ni contener las lágrimas.

Pero lo cierto es que, tal como advirtió, aquel día comenzó a llover y paso a paso se cumplieron todas sus previsiones.

Sobre las 7 horas la lluvia ya había perdido su timidez inicial y el aguacero golpeaba los tejados, el pavimento, los coches y autobuses, los paraguas de los viandantes o, en su defecto, sus cabezas, con efectos que, horas después, serían irreversibles.

Fue en St. Stephen's Tower, conocida popularmente como el Big Ben, donde se comenzó a notar los efectos de la lluvia radiactiva. La fachada de ladrillo del coloso de más de 96 metros de altura había perdido su color normal y ahora lucía un sorprendente blanco. La visión de este increíble espectáculo horrorizó a los londinenses y, como nunca llueve a gusto de todos, hizo las delicias de los turistas que no perdieron la ocasión para fotografiar tan sorprendente fenómeno.

A la Gran campana de Westminster le siguió el resto de la ciudad que, como había advertido Stephen Bhutia, se sumiría en el caos aquel fatídico día D.

La lluvia caló lenta pero ininterrumpidamente, con la constancia y paciencia propia y característica de aquellos elementos que tan sólo existen en la naturaleza.

Así pues, en pocas horas los tradicionales autobuses rojos o los taxis negros habían dejado de serlo creando gran confusión entre los usuarios; las banderas de los edificios públicos habían perdido su color, primero fue la inglesa y, posteriormente la británica, que pasaron a ser blancas, con la consecuente indignación de funcionarios y empleados públicos; las musulmanas más integristas volvían aterrorizadas a sus casas tras ver transformadas sus anacrónicas vestimentas negras en alegres prendas ibicencas, sus maridos, indignados, se tiraban del pelo con desesperación y hojeaban impulsivamente el Corán buscando consuelo en las palabras del gran profeta; en la periferia de la ciudad las prostitutas que volvían de una dura noche de trabajo se vieron en un abrir y cerrar de ojos vestidas completamente de blanco, alegres, tenían la sensación de que mientras la ciudad era azotada por aquella especie de maldición divina, a ellas, en cambio, les habían devuelto la pureza y virginidad, equiparándolas en blancura - literalmente - con el resto de la sociedad. 

Aquellas mujeres de vida alegre, vestidas como quinceañeras el día de su primera comunión, - aunque bastante más atrevidas - se mezclaban con los niños que, confundidos por el blanco de los parques, habían salido de la escuela a jugar con una nieve existente únicamente en sus inocentes mentes.

La confusión fue tal que incluso los comerciantes de ganado llenaban los autobuses públicos de vacas, gallinas, cerdos, hasta que llegaron a mezclarse con los usuarios del transporte público. Éstos, confundidos, se tapaban la nariz para evitar el mal olor provocado por las boñigas vacunas. Fue tan grande el desconcierto que hasta los conductores de autobuses no sabían si acabar sus rutas en las granjas, seguir sus rutas habituales o directamente abandonar la conducción, ya que las señales de tráfico ahora eran todas blancas.

Sin embargo, el efecto devastador de la lluvia radiactiva no se quedó sólo en la superficie. Cuando el Big Ben deslumbraba a los turistas con su blancura inmaculada; cuando las fachadas de las casas parecían pintadas con cal, mostrando una estampa propia de cualquier pueblo andaluz; o cuando las cabezas de aquellos ciudadanos que quedaron expuestas a la lluvia parecían radicalmente encanecidas; sólo entonces, la lluvia comenzó a calar en la tierra.

Como el mismísimo tiempo, que avanza lento, con paso firme e inevitablemente, los interminables pasillos que conforman la red de metro de Londres comenzaron a sufrir las nefastas consecuencias de la lluvia radiactiva.

Los llamativos y coloridos anuncios de musicales, estrenos de cine, espectáculos u obras de teatros que día tras día adornan las paredes infinitas de aquellos pasillos fueron perdiendo el color y convirtiendo el interior del Underground en un inmenso hospital sin médicos ni enfermeras ni enfermos.

Cuando parecía que en toda la ciudad no había nada más que borrar y absolutamente todo era blanco, sólo entonces, fue cuando las diferentes líneas del metro comenzaron a perder el color.

Las autoridades, a sabiendas de lo imprescindible que es el transporte público – sobre todo el metro – para que una ciudad de tal tamaño funcione, reaccionaron de inmediato. «Hacemos un llamamiento a la colaboración ciudadana para que aquellos que lo deseen y de forma voluntaria se organicen y vuelvan a pintar las líneas del metro», indicó el Mayor de Londres, Boris Johnson, en lo que habría sido un solemne mensaje televisado por la BBC London si el alcalde no hubiera aparecido en pantalla vestido con un ridículo traje de chaqueta blanco con corbata blanca a juego.

La reacción de la población fue inmediata y ejemplar, haciendo gala un gran sentido cívico y de una predisposición heroica, demostrando al mundo las cualidades del ciudadano británico en unos momentos tan complicados.

Los botes de pinturas, transportados en bolsas herméticamente cerradas, fueron distribuidos de forma gratuita entre los vecinos.

Sin embargo, los problemas empezaron en la estación Tottenham Court Road, próxima al Soho. Los voluntarios decidieron pintar la línea con los colores del arcoíris en vez de roja – como había sido hasta entonces -, ya que «este nuevo diseño iba más acorde con la mentalidad abierta y plural de la zona», declaraba el portavoz de los vecinos, que regentaba un pub de ambiente próximo a la estación.

A todos los vecinos les pareció una idea genial, incluso aquellos más conservadores e intransigentes con los símbolos gays se mostraron encantados: primero, porque se habían librado de que la línea fuera rosa, y segundo, porque podrían hacer trasbordos con cualquier otra línea de metro, ya que de esta forma Tottenham Court Road estaría conectada todas las líneas de diferentes colores.

En los barrios obreros donde siempre ganaba el Partido Laborista se optó por pintar rojas las líneas de metro más próximas, algo que acabó conectando a los enclaves socialistas al mismo tiempo que – como todas las demás líneas - los conectaba con el Soho, en Totteham Court Road.

Por otra parte, en los distritos donde había un fuerte sentimiento Black Power, como no podía ser de otra forma, se optó por pintar las estaciones cercanas en negro; igualmente, quinceañeras enamoradas se organizaban a través de Facebook para dar más protagonismo a la línea rosa;  la asociación de poetas junto a la de cantautores se decantó por el gris; los ecologistas se organizaron para trazar la línea verde y los católicos la línea morada, como símbolo de la Cuaresma. No obstante, ante esto último, la reacción de los protestantes más radicales no se hizo esperar, ya que a medida que se pintaba una estación de morada, ellos volcaban cubos de agua radiactiva sobre éstas devolviendo el anterior blanco inmaculado.

En otras zonas de la ciudad las divergencias casi llegan a las manos entre los partidarios del azul y el celeste. Los defensores del azul argumentaban «que aquel color evocaba al mar», a lo que sus opositores contestaban que «si ese color evoca al mar, el nuestro representa al cielo». «Pero idiota, si es del cielo de dónde nos viene esta maldición». Finalmente, entre insultos de «xenófobos y fascistas» por parte de ambos bandos, las fuerzas del orden tuvieron que intermediar estableciendo un color denominado Azuleste, definido como aquel color que está entre el mar y cielo, que acalló a todos y no contento a ninguno.

Durante aquel día, aquellos que querían ir a sus puestos de trabajo acababan sorprendidos en el Soho. Los usuarios de la Metropolitan Line, morada de toda la vida, acababan confundidos en una línea blanca, inédita hasta entonces en la red metropolitana. Y los usuarios habituales de la línea celeste y azul corrían por los laberínticos pasillos desesperados buscando el color correspondiente que los llevara a sus destinos, y es que aquella línea Azuleste ni se parecía al cielo ni se parecía al mar.