Corría el año 2006, aprovechando el verano había pernoctado con unos amigos en un camping de Conil de la Frontera. A las seis de la mañana –hora habitual en esos casos de irse a dormir siempre que no tengas otra cosa mejor que hacer- de repente, entre las inmóviles tiendas de campañas, se alzó una voz anónima, clara y rotunda: «¡Tiqui Taca, Salinas!».
No sabemos si la persona en cuestión estaba relatando sus hazañas sexuales, pero el pueblo es sabio y, como tal, juzga con rapidez y contundencia este tipo de actitudes. La repobración podría haber sido unánime, sin embargo, a este primer grito le siguió otro desde el otro lado del recinto: «¡El séptimo de caballería!». Y a este otro le continuó un tercero, que bramó «¡Tiburón, tiburón Puyol!» o «¡Xavi, tócala otra vez, Sam!». Allí estaba el particular homenaje etílico a Andrés Montes.
Aquel loco bajito logró que mi madre cambiara el programa de José Manuel Parada, ‘Cine de Barrio’, por un insustancial Australia-Japón, solo por escucharle retransmitir. Días después de su inesperada muerte me contaba un amigo como una noche de sábado, mientras veía en un bullicioso pub el partido de la Sexta, la gente, de forma espontánea, se había callado y, como hipnotizada, seguía cada palabra del señor de la pajarita, riendo cuando había que reír y escuchando cuando había que escuchar. «Incluso mi novia llegó a callarse», apuntaba mi colega.
Se cumplen ya más de dos años desde que falleció este peculiar comentarista deportivo, inolvidable sobre todo para los aficionados al baloncesto. Andrés, la vida sigue siendo maravillosa pero ya no lo es tanto: salvo algún gemido indiscreto, ahora la gente que pernocta en los campings de Conil guarda un respetuoso silencio; mi madre ha recaído y prefiere ver el programa de María Teresa Campos, ‘Qúe Tiempo tan Feliz’; y la novia de mi amigo ya no se calla ni debajo del agua.
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